Nuestra excursión al Parque Kruger
comenzó al mediodía. Salimos a las 12 de la reserva para manejar durante una
hora hasta llegar al parque. Esta área cubre casi 19.000 km2. Obviamente,
nosotros conocimos solo una pequeña parte. Mientras lo recorríamos, aunque el
paisaje era lindísimo, no veíamos nada. Hacía muchísimo calor y los animales
estaban escondidos bajo la sombra o el agua. Los únicos que se dejaban mostrar
eran los impalas, que poco duraban cerca (es el animal más asustadizo que conocí,
y por este motivo, el más difícil de fotografiar). También vimos algunas cebras
y jirafas, que aunque nos encantaban, ya no eran novedad.
El objetivo principal eran los elefantes.
Y los 22 ojos que iban arriba de la camioneta, estaban al acecho de este
gigante.
Sin éxito decidimos parar en un
mirador para almorzar. Después de comer, charlar, sacar algunas fotos y estirar
las piernas, volvimos a la cacería.
De repente, no me acuerdo quién, pegó
un grito, y ahí estaba. El primer elefante de varios que empezamos a seguir. El
último recuerdo que tengo de un elefante cerca, fue en el zoológico de Buenos
Aires, cuando tenía un año. En esa época todavía estaba permitido acercarse.
Hasta recuerdo que le di de comer maní. En la casa de mis padres hay alguna
foto guardada de ese momento que algún día les compartiré.
Me impresioné con sus tamaños y me
sorprendió que fueran tan oscuros. Mientras los observábamos comentamos un video que había estado circulando por
la web recientemente y que mostraba a unos turistas siguiendo a un elefante. A
pesar de haber seguido las indicaciones de quedarse quietos y no intentar huir
si el elefante advertía su presencia, el animal los atacó. Dio vuelta el auto y
una de las pasajeras resultó gravemente herida. Nicola, nos explicó que cuando el elefante
pega las orejas a la cabeza, está en alerta y si las abre, está por atacar.
Siguiendo uno de los caminos del Kruger, encontramos otro elefante al costado
del camino. Era realmente enorme, el más
grande de todos los vistos hasta el momento. Nicola apagó el motor y no le
sacamos los ojos de encima. Cruzó el camino por delante de la camioneta y
empezó a caminar adelante nuestro. Nicola volvió a encender el motor y a
seguirlo muy despacito. El elefante se pasó del otro lado del camino y volvimos
a estacionarnos a su lado. Comía sin parar y sus orejas se movían con el
viento. De repente, empezó a retroceder y como estábamos en pendiente, Nicola
sacó el freno de mano y la camioneta empezó a retroceder descendiendo. El
elefante nos miró y pegó sus orejas a la cabeza. Nicola volvió a poner el freno
y nos dijo: No saquen fotos, no se muevan. Le hicimos caso. Pasaron unos
minutos, hasta que decidió continuar con su dieta de verdes. Una vez más,
volvió a sacar el freno de mano, y al movernos el elefante nos miró, abrió sus
orejas y hasta gruñó. Créanme o no, pero creo que fue una de las veces que
sentí más miedo en toda mi vida. Este animal fue siempre uno de mis favoritos,
siempre me causó ternura. Hoy, tengo sentimientos encontrados. No sé si puedo
querer a lo que temo. Nicola volvió a repetir: no saquen fotos, no se muevan. Yo
estaba adelante con él, en el asiento del acompañante. A los únicos que veía el
elefante era a nosotros porque teníamos vidrios comunes. El resto de la
camioneta estaba polarizada. Aun así, podía escuchar todo (tienen el sentido de
la audición mucho más desarrollado que el nuestro). Estábamos todos callados,
quietos, congelados como estatuas. Tenía mi cámara en mano, lista para ser
detonada. Si no le hubiera hecho caso al guía, hubiera tenido “la foto” de este
viaje. Sin embargo, no me arrepiento. Mientras estaba ahí, con la adrenalina
circulando por mi cuerpo, sentía el sonido de un teléfono sacando fotos, una y
otra vez. Sin ni siquiera moverme, ni mirar hacia atrás, con una voz que daba
lástima, les dije a mis compañeros: por favor, no saquen fotos. El dueño del
teléfono no hizo caso y siguió clickeando. Esperamos unos minutos más, el elefante
se acercó, camino bordeando la camioneta y se alejó. Nicola volvió a encender
el motor y recién ahí, respiramos. Fue un concierto de suspiros y risas
nerviosas. El que nos puso a todos en peligro, fue el irlandés que se había
unido a nuestro grupo cuando llegamos a Elandela.
Y así, solo como llegó, se fue solo y
sin amigos, a la mañana siguiente. Eso sí, la mejor foto, se la llevó él.
Un poco más relajados, recorrimos un
rato más, para luego parar en un sector donde había un local que vendía recuerdos
sudafricanos y aprovechar para ir al baño. Al salir del local, descubrí a unos
jabalíes comiendo marulas de unas carretillas que estaban detrás de los baños.
Le pregunté a Nicola si me podía acercar para sacarle fotos y me dijo que sí.
Cómo los veía muy entretenidos, me fui acercando cada vez más. Me causaban
mucha gracia, era como estar sacándole fotos a Pumba. La verdad es que subestimé a estos gorditos y los invadí
demasiado, tal es así que cuando estaba a dos metros de distancia, uno de ellos
me miró y me empezó a correr. Mis cortas piernas son bastante ágiles y pude
saltar dentro de la camioneta a tiempo. Ahí entendí que la adrenalina es
adictiva, y por ende, peligrosa. Quedaba un día más de safaris pero ya no me
causaba tanta gracia estar a tres metros de los leones. Puedo decir que la
experiencia fue inolvidable y volvería, pero en ese momento, ya había tenido
suficiente.
Si quieren saber más sobre Kruger
Park, pueden hacerlo ingresando aquí.